La escuela
(Escrito de Gabriela Amorim, educadora popular
brasilera)
Una escuela es un eterno hacerse y deshacerse.
Cuando
entré, finalmente en la escuela, me llamó en seguida la atención el vitral.
Redondo, colorido, iluminado por un sol vespertino lento y vibrante, tenía
todos los colores, texturas, diversas y distintas formas encajándose y, en el
rincón derecho inferior, dos manos juntas, no entrelazadas sino como si
guardasen alguna cosa con mucho cuidado y amorosidad (nota del traductor:
No hay equivalente de este término
en castellano)
Muchas
manos lo hicieron, me contó una ex alumna encantada, guiadas por las manos y
ojos de un lindo duendecito, de esos que hacen muchas magias sólo por el hecho
de existir.
Me encantó
el vitral porque me pareció una exacta descripción de la escuela. Muchos
colores y formas distintas construyendo la forma perfecta de un círculo. Muchas
personas, venidas de muchos lugares y con muchos saberes diferentes, todos encajados,
funcionando armoniosamente. No hay sobreexposiciones, los colores y formas se
organizan en su comunión y sólo juntas serían posibles porque fuera de aquel
círculo, se tornan sólo pedazos coloridos de vidrio.
Cada uno de
los maestros, y también de los estudiantes, que llega hasta aquel lindo
edificio en el barrio de Flores, en Buenos Aires, son un pedazo colorido de
vida. Tienen una historia propia, un camino muy personal, algo que enseñar y
mucho que aprender. Pero nada de eso
tiene mucho sentido en la individualidad, sólo juntos es posible crear
el proceso de enseñanza-aprendizaje.
“Nadie
educa a nadie, nadie se educa a sí mismo, los hombres se educan entre sí,
mediatizados por el mundo.” La educación es un proceso que nunca termina. Y
siempre se da en conjunto. Una escuela es un eterno hacerse y deshacerse para
aquellos que aman a la educación.
Las manos
en el vitral no construyen nada, no parecen manos obreras, sin embargo son manos que cuidan, que guardan una
preciosidad. Son manos que cuidan los oficios no como medio de sobrevivencia,
un subempleo. Manos que, en tanto línea directa de continuación del golpear del
corazón, cuidan los oficios como cosas muy sagradas, enseñanzas de saberes
ancestrales. Claro, todos se fueron transmutando con el tiempo, adquiriendo
otras técnicas, otras formas de hacer, pero los restos de esa sabiduría
continúan guardados en las manos. Con amorosidad, cuidado y guardado, para que
sea transmitido, pasado hacia adelante.
Es preciso descubrir
el amor de las cosas y hacerlas brotar, emerger. Los oficios, entonces, se
hacen menos con las manos que con el corazón. Son arte, pues.
Extraer de
la madera no un mueble utilitario, sino su esencia, lo que está guardado dentro
de sí, esperando a quien la vea y haga brotar de ella la belleza. Tornear el
barro no con las manos, sin embargo oírlo en su silencio, contar qué forma
podrá adquirir y construirse. También en la serigrafía, en la construcción, en
los idiomas, en todo hay arte.
Una cosa
así, tan bella y sagrada, una sabiduría tan ancestral y fuerte no puede, por lo
tanto, ser transmitida a través de los métodos más tradicionales y violentos de
educación. Al cambiar la mirada con que se miran los oficios, es preciso
cambiar también la mirada con que se ve la educación. (O tal vez el proceso sea
el inverso, no es importante discutirlo ahora). Lo importante es mirar. Mirar a
los oficios como espacios de guarda de la sabiduría y al proceso de enseñanza
de estos como espacios de amorosa transmisión del saber.
El saber no
cabe en los libros, los traspasa. No puede ser enseñado con odio sino con amor.
Así, al destruir una estructura extremadamente violenta en la que el profesor
aparece como único detentor del conocimiento y los alumnos como depositarios de
este, se abre un espacio para muchas otras cosas. Porque aquí, en esta escuela,
en la calle Morón 2538, no están tratando de conocimiento sino de sabiduría,
dense cuenta. La sabiduría no pertenece a nadie, está presente en las vivencias
de cada uno y cada una, la sabiduría se construye viviendo. Y se comparte en
una rueda de mate tanto como en una aula. Si es así, no caben más aquí los
rótulos de alumno, ser sin luz a ser iluminado por el profesor, el iluminador
por excelencia.
Destruida
esa estructura, ¿que se coloca en su lugar? ¿Cómo llenar espacios tan pre
definidos, seguidos tan ciegamente hace siglos? Autonomía. Un mirar diferente
para los oficios, que los traiga para el campo de sabiduría del hacer humano,
del construir una vida con sus propias manos y a partir de su propio saber,
crea un territorio de autonomía. Deja de tener sentido la palabra “alumno”,
porque se reconoce que las personas tienen su propia luz
y que pueden hacer mucho a partir de eso. Al crear espacios colectivos de
enseñanza-aprendizaje se posibilita la experiencia vital de la idea del
colectivo: en conjunto es más fácil. Y van naciendo los colectivos: grupos de
serigrafía, de permacultura, una eco-aldea, un intercambio entre dos, diez
países… Brotan del suelo fértil las semillas amorosamente allí depositadas.
La escuela
tiene un vitral que filtra la luz y muestra un círculo y cuenta una historia.
La escuela tiene muchas ventanas abiertas al tiempo, para dejar entrar la luz,
para no olvidar la calle allá afuera, la vida que se desenvuelve en las calles.
La escuela tiene luz. Y, principalmente, la escuela tiene personas, muchas
personas, cada una con su propia sabiduría para compartirla, todas al mismo
nivel, mirándose a los ojos. O sea, mejor dicho, la escuela son las personas.
Aquí cabe una posdata: claro, tuve el honor y la suerte en esta vida
de conocer muchos proyectos e iniciativas en Brasil que miran la educación
desde este prisma de amorosidad. Lo que tanto me gustó del CFP 24, que todavía
no había visto en ninguna otra escuela que conocí, es esa otra mirada sobre los
oficios. En Brasil, y así lo aprendí a lo largo de toda mi vida, los oficios
son encarados de una forma poco honrosa, como puerta de entrada para
subempleos. Conocer al Centro de Formación Profesional Nº 24 me hizo cambiar mi
propia forma de mirarlos, me hizo tener más respeto por todas las formas de los
oficios.
Gabriela Amorim