¿Quiénes somos? ¿Nos develaría acaso el contarles quiénes
somos? ¿Hay alguna esencia que nos podría de antemano definir? ¿Hay alguna
coagulación identitaria que nos pondría a salvo de alguna de las muchas
ambivalencias de época?
En principio podemos decir que somos un grupo de personas
(¿diez?, ¿quince?, ¿importa cuántos?) que se juntan una vez por semana desde
hace más de 2 años en una sala de cuatro por cinco metros con una ventana que
da a la calle Artigas, en el barrio de Flores, a conversar los jueves a la
mañana. Así que, diremos con muchas dudas, que vamos siendo cada vez, un grupo
de personas que intenta encontrarse, y a veces lo logra.
¿Por qué nos reunimos? ¿Interesa en todo caso el por qué o
el para qué? ¿Expresar algunas finalidades pondría a nuestros hipotéticos
interlocutores en una supuesta calma en relación a lo que hacemos, o incluso a
nosotros mismos? ¿Definir nuestros objetivos no sería de alguna manera una
forma de -justamente- “finalizarnos”, de sustraernos de todo lo que podríamos
llegar a ser, de encerrarnos en una coartada de lo que podemos siempre ir
siendo?
Nos gusta pensarnos sin finalidades aunque esto no quiere
decir sin expectativas. Es una especie de confianza en el grupo y no en
objetivos prescriptos de antemano lo que motoriza los encuentros. Así que
también podemos decir que nos juntamos para compartir: charlas, textos,
películas, alguna que otra poesía, la presencia de algún invitado o curioso...
todo esto, entre mates amargos, cremonas o bizcochitos agridulces.
Los encuentros suelen comenzar con cierta dispersión
inicial, se cruzan los saludos, las referencias a lo que algunos hicieron desde
el jueves anterior, los comentarios circunstanciales, hay diálogos de a dos o
de a tres, cada entrada de un integrante es motivo de alegría, como si se
renovara cada vez esa complicidad del estar juntos, arranca el mate, predomina
en esos momentos una suerte de caos amigable del que, a veces, va surgiendo un
hilo, una cierta tonalidad afectiva que organiza algún tema a partir de
propuestas que se van gestando en la misma reunión.
¿De la mutación en curso a una especie de curso de mutantes?
Hace tiempo que se habla de la tramitación de la muerte de
la escuela tal cual como fue otrora creada, inventada... Vale la aclaración
entonces. También funciona allí ocasionalmente en ese lugar donde nos reunimos,
la dirección de una escuela. La ventana surge entonces desde los escombros de
una escuela de oficios (el Centro de Formación Profesional Nº 24), como los
yuyos que crecen a veces entre las grietas de un adoquín, de entre las entrañas
de una dirección indireccionada.
La Ventana, arriesgamos entonces, es un lugar que nace donde
todo parecería estar cerrado y cargado de representaciones y sentidos plenos.
Grupalidad colectiva-afectiva allí donde sólo o mayoritariamente “debería
haber” estatalidad aglutinando, y donde hoy sabemos, proliferan los
desorientados proyectos individuales.
Ensayamos, así, maneras de constituirnos en conjunto, por
fuera de representaciones excrecentes y de la desolación de precarios
emprendimientos individuales operando.
En el espacio de la ventana no hay jerarquías ni
coordinaciones establecidas de antemano, practicamos un estado de igualdad en
el que van surgiendo propuestas que resuenan y se tejen con lo que se va
armando cada vez. Por lo general, las propuestas van naciendo en forma
inmanente, por efecto de los textos, personas o grupos con los que nos vamos
cruzando, o del contexto inmediato que se nos filtra por la ventana.
Podemos decir que más que buscar, encontramos, por espera y
apertura, por disposición alojante. Un espacio que se abre a fuerza de
sostener, colectivamente, la incertidumbre de época. De esta forma, al ir
sorteando las tentaciones tranquilizadoras de las finalidades, nos abrimos a un
campo de indagación donde lo que prima es justamente lo a-fin. Afinidad que se
va despertando y desplegando a partir de poner en primer plano nuestra común
perplejidad deseante, por no sentirnos abrigados ya por los grandes relatos, ni
las obtusas obviedades mercantiles y utilitaristas que se presentan
patéticamente en estos tiempos.
De esta forma, desafiando el sentido común, vamos hilvanando
una intimidad que se sostiene de manera conjunta, una intimidad pública. Esta
nueva intimidad que surge y se alimenta no sólo de un rechazo a las jerarquías
y de una nueva apertura y receptividad a textos y expresiones diversas, se
sostiene en una operatoria primaria, más indecible y silenciosa aún, pero no
por eso menos eficaz y singularísima: el “alojar” a los otros como náufragos.
No a los otros elegidos o tolerados (no es un lugar de encuentro de amigos y/o
compañeros de trabajo), sino un espacio que se abre a los que de alguna manera
nos sentimos ya “caídos”, no cobijados por este tiempo.
Una especie de nuevo hospedaje inactual nace desde aquí
entre los escombros de la institución, compuesto de afinidades y tensiones, y
que estamos intentando experimentar e investigar, no tanto para desentrañar de
qué se trata, sino sobre todo porque nos inquieta conocer a qué da lugar.
La ventana por supuesto no es ni busca ser modelo de nada,
pero instala en la práctica una condición para pensar este tiempo. En este
sentido, y como bien se ha dicho en alguna de sus tertulias, es una reunión de
perplejos. Perplejidad que en sus derivas va encontrando figuras novedosas a
fuerza de sostener en común sus incertidumbres.
Se trata más de una nueva sensibilidad que de unas competencias
a desarrollar o de unos saberes a adquirir. Y ante esta nueva sensibilidad que
emerge es necesario crear nuevas reglas, construir un territorio común que no
es sólo físico sino también de significaciones, que nos permita compartir algo
de lo que allí pasa o, mejor dicho, que lo que pase sea el efecto de algo
compartido. Y convengamos que los restos de nuestra “subjetividad estatal”
choca de frente con esta otra disposición subjetiva.
Por eso podemos decir que dudamos de la “Gran Política” y
nos sentimos más potentes, más vitales, a través de las prácticas
“micropolíticas”, entendidas como las herramientas para la proliferación de
nuevos territorios existenciales, más sutiles y eficaces creemos hoy, al hacer
la experiencia de espacios como éstos.
¿Podríamos decir que venimos todos de alguna u otra manera
de experiencias truncas de nuestros respectivos pasados? Entonces, el viento
que se cuela por la ventana, siempre entreabierta y mal cerrada, la transforma
en posibilidad, soplando y encendiendo inesperadas experiencias entre las
cenizas y las brasas de los fuegos mal apagados que somos.
La ventana se transforma así en una posibilidad de que un
soplo de viento reavive con nuevos y renovados aires esos ardores que todavía
no se han logrado apagar. En un vaivén continuo, como las olas que traen,
mueven, modifican, llevan y se alejan; entre la ventana y la escuela surgen
acciones e ideas que se entremezclan. A veces algo que sucede en los cursos, o
algo que traen otros (¿no es acaso siempre un otro?) es lo que nos hace pensar
y generar nuevas acciones, y de este modo, la ventana se transforma y a su vez
poliniza casi sin proponérselo sus tonos.
Con la ventana nos disponemos ya no como meros espectadores
de estos tiempos, sino como inventores de otras maneras de estar juntos, y ese
“estar juntos” no es sólo algo que nos impide ser fagocitados, sino el espacio
donde podemos pensar ideas y proyectos sobre un territorio devenido lugar de
exploración.
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